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'El bueno, Gallardo y el malo'

No es sencillo encontrarle a la vida paralelismos entre hechos que suceden avanzando en la cronología de nuestra historia, a veces, sentimental, pero siempre tan ceñida a una objetividad que pierde sustancia cuando se relativiza con nuestros recuerdos...
 

No es sencillo encontrarle a la vida paralelismos entre hechos que suceden avanzando en la cronología de nuestra historia, a veces, sentimental, pero siempre tan ceñida a una objetividad que pierde sustancia cuando se relativiza con nuestros recuerdos.

Por eso, cuando las mañanas amanecen con rasca y te asomas a la vida de los otros que nos trae la prensa, saltamos de las esquelas -inherente su lectura a una edad- a las sonrisas que nos produce la clase política con una facilidad tan pasmosa que no deja de enorgullecernos. 

A mí, me suele suceder de forma habitual. Y es algo que me presta arañar en la memoria por los recuerdos que aún me asuelan cuando veía a los tertulianos del Montreal, mito y leyenda entre las tabernas de La Virgen del Camino, hojear el árbol genealógico de los difuntos como si el hecho de conocer a algún desgraciado citado en sus páginas te otorgara cierto empaque moral. 

Pues, sin irme a trepar otras ramas, este raspón en mi memoria no saca sangre, pero sí miserias, de otros, naturalmente, que exponen las propias y me hacen repasar aquellas lecciones de vida de Conejo y Casimiro en sus enfados por no arrastrar para cantar las cuarenta. Bueno, donde quería aterrizar, que esta semana la dimisión de Gallardo me ha recordado las sobremesas de aquel reducto donde el intelecto de la sabiduría popular encontraba acomodo en manos vacías de juego, en cartas marcadas de emociones y en el ruido de las fichas de dominó en otras mesas donde las horas pasaban asomadas a expresiones de extremado arraigo local: “no tienes ni p*** idea”, “vaya frontón que me habéis hecho”, “mañana te espero, c*****”, en fin, nunca fuimos los de La Virgen letrados del eufemismo.

¿Y Gallardo? Pues sufriendo el pobre entre tanto teorema que no explica ni ha explicado nunca entre la corte de adoctrinados que solían lamer sus pasos, vengativo a la espera de mejores cartas que nunca le llegaron, sometido a la mentira de un dictado que llegaba lastrado de principios desde Madrid. 

La indigencia ideológica

Ha dimitido, sí, pero su falta de falta de mano para arrastrar la indigencia ideológica del credo que le impusieron le hizo creer en hechos de eruditos donde él nunca dejó de ser un alfil que ordenaba a los peones estrategias mascadas en digestiones ajenas que hacía propias, como cuando apareció con casco sin moto, algo así como pensando sin la capacidad de juicio. Y no hago brasas -que no leña- de un árbol que cayó antes de crecer.

En mi pueblo, en La Virgen del Camino, algunos podríamos pensar que Gallardo ha imitado a otro héroe del lugar, a Rubenito Tabernas, el hijo de Casimiro. Este, en uno de aquellos partidos entre pueblos de aquella casi remota juventud, apareció lustroso sobre el césped de Llamas de la Ribera con sus mejores galas; botas impolutas, medias hasta la rodilla, camiseta amarilla del club de su bar y ganas de gustarse… hasta que le llegó el balón a la altura de su cabeza, un remate limpio, para enorgullecerse durante el resto de su vida….  pero se agachó. Tuvo miedo cuando el balón, como las balas, silbaba cerca de su cabello y prefirió ser un jijas a un valiente, como en “El bueno, el feo y el malo”. 

Las esquelas y la barra del bar

Sabía Rubenito que las esquelas que algunos leían sobre la barra de su bar estaban llenas de caballeros que un día fueron intrépidos. Así, quedó guapo el hijo de Casimiro, el jefe de aquella tribu, quizás pensando en arrastrar de as de oros y dando valor a un acto que forma parte, a estas alturas de nuestra historia, de las fábulas que nos sacan sonrisas. Una pena, que Gallardo no despierte tanta simpatía, es más, su impericia le ha prestado en exceso a más de uno. Que no le manque a ese corazón del Cid la dicha de quien un día confundió el arrojo escondiéndose entre las siglas de una voz del pueblo, que lo es todo escondiendo al pueblo.