El guardián de las semillas y la memoria del campo
En Villasirga, un pequeño pueblo de la provincia de Palencia, Emilio Medina, un hortelano de 26 años, cultiva con paciencia y cariño una huerta de secano que es mucho más que un simple pasatiempo. Lo que comenzó como una afición personal se ha convertido en un proyecto cargado de responsabilidad hacia su entorno y su historia. En La Mielga, un terreno que respira tradición, Emilio produce tomates, ajos, patatas y lechugas, pero su labor va más allá: gestiona un banco de semillas históricas que preserva e intercambia con otros horticultores, un esfuerzo por mantener vivo el legado agrícola de su tierra.
“Ha sido todo iniciativa mía, no tengo subvenciones. Nadie me ha preguntado, ni administraciones ni nada, y por eso me estoy centrando sobre todo en las variedades tradicionales de Palencia”, explica Emilio con una mezcla de orgullo y modestia. Su voz refleja la determinación de quien ha encontrado un propósito claro. “En tomate llevaré unas 500 semillas recopiladas solo de la provincia de Palencia, pero también me estoy centrando en la alubia, lentejas, garbanzos, mucha legumbre y patata”. Su huerta no es solo un espacio de cultivo, sino un archivo vivo de la biodiversidad local
Familia de agricultores
Emilio no es un hortelano cualquiera; su conexión con la tierra viene de lejos. “Vengo de familia de agricultores, gente de campo. Mi padre agricultor, mi abuelo también y, aparte, ganadero y pastor, porque antes en cada casa había siempre rebaños de ovejas churras. Mi bisabuelo también hacía las tierras”. Sin embargo, con el paso de las generaciones, las cosas cambiaron. “Mi padre ya se metió en una agricultura más de cereal y forraje, con maquinaria grande. Se echaba en falta en casa la huerta, porque cuando mi abuelo se murió, más joven, lo de criar el cerdo, la matanza, todo eso se acabó con él”.
Ese vacío fue el germen de su proyecto. “Quise volver a eso, a lo que me contaba. No sabía cómo, pero empecé por la huerta”. La nostalgia por los sabores y las prácticas de antaño lo impulsó a recuperar lo que se estaba perdiendo. “Echaba en falta las semillas de antes, el tomate de antes, la lechuga oreja de mulo, la que se comía con el lechazo aquí de toda la vida. Todo lo de antes”. Pero al buscar esas variedades en mercados y ferias, se topó con una realidad desoladora. “Son todo semillas industriales. Vi que hay un problema, que se están perdiendo las variedades tradicionales”.
Decidido a revertir esa pérdida, Emilio se convirtió en una especie de detective de semillas. “Me puse a investigar y a trabajar mucho con ello. Encontré gente mayor que todavía conservaba alguna semilla de tomate, de pimiento o de la cebolla matancera de Palenzuela. Fui recopilando y regenerando, porque igual me daban una semilla de lechuga de 2003 y tuve que volver a sembrarla para sacarla renovada, sino se muere”. Su labor es un ejercicio de paciencia y cuidado, una carrera contra el tiempo para salvar lo que aún queda.
Semillas centenarias
Entre sus tesoros hay historias que parecen sacadas de un libro. “Este año me han enviado una semilla de tomate del abuelo de un chico de Almazán, de 1916. Hace dos años, un tomate de Frómista de 1982 que germinó”. También guarda verduras con historias singulares. “Tengo un ajo de Falces, un pueblo de Navarra, que tiene una historia escrita del siglo XVII. En aquella época, el ajo no se conocía allí, solo había impuestos al cereal o las leguminosas, los diezmos. Pero el ajo no tenía impuestos, así que los labradores comenzaron a cultivar todo el campo de ajos hasta que renovaron la ley”, explica Emilio.
Su aventura comenzó modestamente en 2016. “Empecé en los lindes de las tierras de mi padre con cuatro ajos, pero luego puse una huerta donde estaba la de mi bisabuelo Ponciano”. Desde entonces, no ha parado de crecer. Hoy, su colección incluye “unas 40 o 45 variedades de ajos” y cultivos como lechuga oreja de mulo, pimientos, calabazas y calabacines.
Uno de sus proyectos más apasionantes es la recuperación de la patata roja de riñón, una variedad perdida que Emilio está decidido a devolver a la vida. “Estoy estudiando libros antiguos y en uno descubrí que en el año 1900 un monje francés trajo a un monasterio de Mave unas patatas rojas de su país. Se empezaron a cultivar y adquirieron gran fama. Esa variedad se estuvo cultivando durante 30 o 40 años y era de las mejores que había, pero se perdió. He preguntado a gente mayor y ni siquiera la ha conocido”. Gracias a un banco de germoplasma del País Vasco, consiguió una muestra. “Ahora estoy cultivándola para volver a ponerla en valor y quizás comercializarla en un futuro”. Y es que el sueño de Emilio es ambicioso pero sencillo. “Ojalá pudiera vivir de esto, de sacar productos especiales y selectos como tomates de Palencia o patatas, porque me gusta”. Y no está solo en esa ilusión. “La gente me anima mucho y les gusta lo que hago”.
Cultivo en secano
Villasirga no es una zona de regadío, así que Emilio ha tenido que especializarse en el cultivo en secano, un desafío que ha afrontado con ingenio y aprendizaje autodidacta. “Fue un poco sorpresa. Un año planté unos tomates y vino mucha sequía, no tenía agua y dije: ‘Bueno, pues lo que Dios quiera’. Fui en septiembre y una de las tomateras dio un kilo de tomates, 22 tomates”. Ese éxito inesperado lo llevó a perfeccionar su técnica. “La idea del cultivo de secano es aprovechar todo el agua que caiga en otoño, invierno y primavera, que no se pierda una gota y se acumule en el suelo. Este año nos estamos poniendo las botas con el agua porque no ha parado”.
Su método incluye romper la costra superficial, usar acolchados y aportar materia orgánica para retener la humedad. Pero no todo es técnica; también hay intuición y tradición. “Me gusta mucho barruntar el tiempo. Me muevo con la gente mayor, con pastores, y es verdad que hace dos meses, con la niebla por San Matías, el 24 de febrero, eso avisaba que iba a haber agua ahora. Y el día de la conversión de San Pablo, el 25 de enero, se dice: ‘Prefiero ver al lobo en mi rebaño antes que ver salir el sol’. Si amanece claro, va a ser un año de sequía. Este año salió muy nublado, y por eso no ha parado de llover. Lo he ido aprendiendo y no ha fallado”.
A Emilio nunca le atrajeron las ciudades. “Me gusta la vida de campo, los animales, las plantas, el cultivar. La libertad de los pueblos es muy diferente a la de las ciudades, aunque aquí no paramos, trabajamos buena parte del día. Los de fuera tienen la idea de que todo es muy pausado, pero aquí hay que trabajar, probablemente más, porque todos tenemos animales o tierras”. Además de su huerta, Emilio es bombero forestal y estos días está limpiando los montes para prevenir incendios, una tarea que complementa su compromiso con la naturaleza.
En su tiempo libre, visita a personas mayores, escucha sus historias y aprende de su sabiduría. “Me dedico más a eso, al trabajo, a la huerta y a estar con la gente mayor”. Para él, cada semilla rescatada, cada variedad recuperada, es un puente entre el pasado y el futuro, una forma de honrar a sus antepasados y de dejar un legado para los que vendrán. Emilio Medina no solo cultiva la tierra; cultiva la memoria, la identidad y la esperanza de un mundo rural que se niega a desaparecer.