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Crimen de Isabel Carrasco

12 de mayo en casa de Triana

Heraldo de León publica, de forma íntegra, dos capítulos del libro 'Yo Isabel' en el que se refleja la personalidad de las asesinas de Isabel Carrasco, que ahora piden perdón por el crimen cometido
MOntserrat y Triana
Triana y Montserrat, durante el juicio celebrado en la audiencia provincial de León.


Las dos condenadas por asesinar a la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, Montserrat González y Triana Martínez, madre e hija de 69 y 45 años, han pedido perdón por primera vez por el crimen cometido y han asegurado estar arrepentidas del "dolor causado".

Ambas fueron condenadas a 22 y 20 años de prisión por el asesinato organizado de la presidenta de la Diputación de León. Ahora, casi 11 años después, han pedido disculpas por el asesinato.

Este domingo Heraldo de León publica de forma íntegra dos capítulos del libro 'Yo Isabel' (Eolas Editorial), del periodista y director del medio Javier Calvo. Ambos capítulos recrean instantes clave de aquel crimen por el que ahora las asesinas confesas y condenadas piden perdón

Triana, durante su declaración en la Audiencia Provincial de León.
Triana, durante su declaración en la Audiencia Provincial de León.

12 DE MAYO EN LA CASA DE TRIANA

El día del crimen, aquel fatídico 12 de mayo, Triana y su madre se levantaron tarde. En realidad, era casi una costumbre en esa casa. En no pocas ocasiones la noche se alargaba con conversaciones eternas que en la mayoría de los casos tenían a Carrasco como elemento nuclear. Era allí, en aquel salón en el que compartían sofá, donde se cocinaba el odio y la inquina hacia la presidenta de la institución provincial.

Ambas se sentían traicionadas, olvidadas y despreciadas por una mujer a la que habían llegado a considerar amiga por conveniencia y cómplice en intereses, aunque siempre con sus matices. 

En plena madrugada, hablaban de los puntos débiles que tenía Carrasco: los ‘chanchullos’ que aseguraban conocer, la apuesta por una alternativa dentro del partido o los secretos (que no lo eran tanto) que a ambas les llegaban desde el entorno político de la ciudad en sus noches frívolas y de ‘copeteo’.

Todo, mientras en no pocas ocasiones, consumían un poco de marihuana y divagaban. En medio de aquel humo se veían triunfadoras en el duelo frente a Isabel Carrasco, a la que desde hacía meses la habían puesto en el centro de la diana.

Y siempre había un motivo para que el odio se multiplicara. En realidad, ese odio nunca dejó de crecer. La secuencia era demoniaca en sí misma: la no consolidación del puesto de trabajo, aquella oposición presentada a traición, la aparición sorpresa de un rival para Triana en el proceso selectivo, el hecho de que de nuevo y con posterioridad el puesto quedara vacante, la apuesta por un tribunal que consideraban había sido elegido “a traición”, el “despido” de la institución provincial sin el más mínimo miramiento y finalmente la reclamación de percepciones indebidas en la liquidación por servicios prestados.

Eran demasiadas traiciones, demasiados odios que se retroalimentaban con una mezcla de desgarro y ganas de venganza.
En medio de aquel humo, y de la noche, el odio se había disparado tanto que había derivado en obsesión, inicialmente, y con posterioridad en compulsivos planes para acabar con quien ya no solo era una enemiga personal sino una enemiga de todo León. 

Efectivamente, en la madrugada, madre e hija veían al mismísimo Lucifer reflejado en el rostro de Isabel Carrasco.

Eran tantos los damnificados por la figura de la “reina de León” (como en más de una ocasión la denominaban), que aquellas dos mujeres fueron modificando su rol hasta convertirse en una especie de “vengadoras” y “justicieras”. Y en ese papel fueron creciendo hasta hacer del mismo un objetivo vital.

Inicialmente aquel 12 de mayo era un día más. Madre e hija desayunaron en su casa, café poco cargado, en taza, con poca azúcar y cortado con leche semidesnatada. El tiempo no apremiaba así que no tenían prisa por vestirse. Otros días sí, pero no este, en el que optaron por tomarse el café y continuar con la tediosa rutina que salpicaba no pocas de sus jornadas.
Montserrat, la madre, tenía una especie de obsesión con aquel revólver Taurus del 38 que había adquirido en el mercado negro, incluso recordaba lo tremendamente excitante que resultaba moverse por las cloacas de la ciudad. Nunca tuvo miedo, y eso también lo reconocía.

A lo largo del día siempre lo examinaba en un par de ocasiones. Siempre tenía el tambor vacío de balas, pero en ocasiones lo recargaba y apuntaba sobre el espejo, como si allí estuviera su víctima. Era una especie de ritual que se aderezaba con la limpieza que con mimo realizaba del arma. 

En otra caja tenía otra, una pistola 7.75, pero realmente el uso del cargador le resultaba mucho más incómodo. Si había que hacerlo el Taurus era el arma elegida para perseguir a Carrasco y llegado el momento, para acabar con su vida si fuera preciso. 

Durante sus visitas a internet había visto que una pistola con cargador se podía encasquillar con mayor facilidad, mientras que el revólver resultaba casi infalible en ese sentido.

Tras cumplir con el culto diario a su Taurus, ambas se vistieron y se fueron a tomar un aperitivo en los bares de la zona. Algunos días solían quedarse en el entorno de la vivienda, en el barrio de Eras de Renueva, un barrio con gente de mediana edad y mucho ambiente en las terrazas de los establecimientos hosteleros. 

En otros momentos optaban por acercarse hasta la zona de la calle Santa Clara y la Plaza de la Inmaculada. Allí se encontraban con algunos conocidos y divagaban sobre la situación de León. En esa área, un espacio muy céntrico, a apenas diez minutos caminando desde su domicilio, ellas se codeaban con la elite política de la ciudad y daban rienda suelta a sus delirios.

Las mañanas avanzaban rápido. Un café, dos vinos y la comida. Montserrat y Triana no eran muy amigas de cocinar y esa parte de la rutina diaria se la saltaban de la forma más sencilla posible. Nada de guisos complicados, algo rápido y se acabó.

Para entonces Triana ya había hablado con su amiga Raquel Gago. Raquel conoció a Triana cuando ambas eran muy jóvenes y coincidían en la piscina municipal. En ella, aseguran los conocidos, Gago realizaba servicios como socorrista por lo que los encuentros entre ambas eran rutinarios. Día a día fueron sumando coincidencias y estrechando lazos. El tiempo las alejó en varias ocasiones, pero León es tan pequeño que las coincidencias se hacen inevitables y ellas realmente nunca perdieron el contacto.

Era una relación de conocidas que derivó en aquella amistad y a la que se fueron sumando confidencias. Durante algunos encuentros en la noche leonesa, ambas fueron profundizando en sus complicadas vidas a nivel personal. Y eso las unió aún más. Hay secretos que solo se sostienen cuando son compartidos, y por ahí venía la profundidad de la relación entre ambas.

Gago confesó a su amiga que mantenía una relación con un conocido empresario de la ciudad, pero que éste estaba casado y mantenía una estabilidad familiar que ella no había logrado alterar.

No era una situación cómoda, pero se había amoldado a ella. Con su pareja, que así la definía, realizaba viajes de trabajo y pasaban no pocas noches juntos al encontrarse el núcleo familiar del empresario en la zona del Bierzo.

La historia era realmente complicada, pero había algo en aquel hombre que le impedía cortar y reiniciar de nuevo su vida. Raquel sentía que no podía deshacer aquel nudo vital y confesaba que incluso una situación tan compleja presentaba aspectos positivos: dentro de lo que cabía, ella podía vivir a su aire, podía hacer otro tipo de planes y los encuentros con su amante disparaban a tal nivel la adrenalina que la situación parecía merecer la pena. Y así pasaba la vida, y así la aceptaba.

Era una compleja situación vital, pero no menos intensa que la de Triana, quien al igual que su amiga Raquel mantenía desde hacía años una relación con un hombre casado. Era un hombre del partido, comentan sus allegados, un cargo popular que si algo había dejado claro desde el primer momento era su nula disposición a romper con su entorno personal y familiar para reconducir su vida con la joven Triana.

Y esas vivencias tan similares, tan íntimas, cargadas de situaciones inusuales, las unía en lo más profundo. Había una doble vida de por medio que a ambas les marcaba. Vidas paralelas para las dos mujeres, con todo lo que eso suponía. 

Triana había conocido a aquel hombre en una convención del Partido Popular. Lo que inicialmente fue un tonteo terminó en una relación de amantes, amantes esporádicos, que en ningún caso acabó con aquel matrimonio. Triana se sentía enganchada a su pareja, pero al mismo tiempo decepcionada con el hombre al que había pedido auxilio en no pocas ocasiones y siempre le había dejado en la estacada. Esa ausencia de compromiso real, por mucho que entre ambos hubiera conversaciones interminables, le habían causado una enorme decepción.

Sobre esas relaciones, tan personales, giraban un buen número de sus conversaciones. Había una parte laboral, también, e inevitablemente alusiones a la situación interna del PP, partido con el que Raquel mantenía sus discrepancias, y por supuesto a Isabel Carrasco.

Hoy todo hace pensar que Gago fue un agente casual en el plan para acabar con la mujer con mayor poder en la provincia de León. Desde luego, ella nunca fue un eje central en la trama y si se vio atrapada en ella fue por su “extrema idiotez y su falta de criterio profesional”, según recuerdan sus propios compañeros de la Policía Local de León.

En ese entorno de amistad, confidencias y vidas en paralelo los encuentros de las tres mujeres no resultaban extraños. Aquel día Triana invitó a Raquel a comer (habían preparado unos mejillones, y ese plato era del agrado de la policía), pero la agente rechazó ir. Iba justa de tiempo y no quería apurarse, además tenía que acudir a sus clases de restauración. Devolver a la vida elementos en desuso se había convertido en algo más que un simple hobby. Allí encontraba paz, se alejaba de su ‘otra vida’, tan enredada en la parte sentimental, y encontraba momentos de paz y serenidad.

Sin embargo y ante la insistencia de su amiga, Raquel aceptó finalmente tomar un café a eso de las cuatro de la tarde en el piso de Triana. 

Como en otras ocasiones dejó el coche muy cerca y llamó al telefonillo del portal principal. No estuvo mucho en la vivienda familiar. Fue un café rápido, poco más de media hora en la que se habló de cuestiones vagas y sin excesiva trascendencia. Desde luego no parece que en ese tiempo se pueda planificar un crimen, ni mucho menos. Apenas saborearon el café en medio de una conversación hueca de la que Carrasco no formó parte alguna.

Durante los meses anteriores este tipo de reuniones se habían sucedido y ninguna de las partes le daba más importancia que la que se pueda suponer a un encuentro entre amigas. 

Tras el último sorbo las tazas quedaron sobre la mesa de la sala. Se despidieron con un “nos vemos en el centro” genérico, indeterminado y nada concluyente. En aquella casa y en aquel instante no había un plan elaborado para acometer el mayor crimen en la historia de León.

Con los posos del café aún calientes las tres mujeres se dirigieron hacia el centro de León. Prácticamente a la misma hora aparcaron sus coches en la misma área, pero en calles diferentes. El Mercedes de Triana, en las inmediaciones de la Avenida de San Marcos, junto al edificio de los sindicatos. Mientras, Raquel dejaba su Golf en la calle Lucas de Tuy a la espera de que abriera la tienda de manualidades en la que tenía que comprar algunos productos para sus clases.

¿Quién puede organizar un crimen en media hora y de forma cómplice se cita en el mismo entorno? Reconocidos criminólogos advierten en ese punto el elemento casual en el desencadenante final de la situación. 

Precisamente un elemento, el casual, que sirvió para coser una situación criminal inimaginable de otro modo. En aquella jornada, visto en la distancia, hubo dos tipos de víctimas: la criminal, Carrasco, y la casual, Raquel Gago, aunque en este caso con una inacción profesional que merecería con el tiempo su condena penal.

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Montserrat y Triana, durante el juicio en la Audiencia Provincial de León

“LA ESTOY VIENDO, VOY A ACABAR CON ESTO”

Triana y Montserrat, la hija y la madre, tenían dos armas. Habían comprado una para cada una de ellas en el ‘mercado negro’. No es que hubiera dos armas y que la madre fuera quien impulsara la compra y quien tuviera en mente de forma exclusiva su uso.

La policía cree hoy, según fuentes de la investigación, que ambas adquirieron las armas con el fin de contar cada una de ellas con una pistola en su mano si así fuera necesario. El revólver, en todo caso, era el preferido de Montserrat y pese al riesgo que suponía llevarlo encima era relativamente habitual que estuviera en su bolso.

La investigación también cree que ambas, al unísono, tenían decidido que había que acabar con Isabel Carrasco y que la única forma de eliminarla de la ecuación política y del terreno personal era poniendo en marcha un crimen perfecto.
Además, tanto la madre como la hija se sentían con ventaja en ese terreno. Su padre y su marido era un reputado agente de la Policía Nacional con cargo de comisario y eso les daba una cobertura ‘extra’ que muy pocos asesinos pudieran tener en el momento de ejecutar un plan de ese calibre.

De ahí que el crimen, casual y desordenado en el día ‘D’, fuera objeto de una desestructurada planificación durante cerca de dos años. En ese tiempo los planes para acabar con la vida de la presidente del Partido Popular en León fueron constantes. Deslabazados e incoherentes en no pocas ocasiones, pero de permanente recurso, como si se tratara de una obsesión imposible de abandonar.

Montserrat y Triana, que disponían de largas jornadas de tiempo libre, conocían la agenda política de Carrasco principalmente por la prensa y de ahí que en no pocas ocasiones fueran vistas en actos públicos del cargo público popular. En todo caso, siempre a una prudente distancia.

Fueron dos largos años en los que urdieron todo tipo de posibilidades para cometer su crimen. En algún momento llegaron a barajar la opción de acabar con Isabel Carrasco en la propia institución provincial.

Matías Llorente, más tarde vicepresidente de la Diputación, siempre tuvo en mente que Carrasco temía por su vida, aunque no lo exteriorizaba. Triana, al parecer, conocía perfectamente los pasillos secundarios del Palacio de los Guzmanes. Y ella tenía una teoría nunca confirmada: desde el garaje hasta el despacho de Carrasco se podía llegar sin ser visto.

En la histórica sede provincial, hasta bien avanzada la legislatura de Carrasco, las medidas de seguridad eran tibias, realmente inexistentes. Así que cometer el crimen en su propio despacho no era un imposible. Difícil, quizá, pero desde luego no imposible.

Llorente siempre remarcó que esa sensación de peligro, ese temor “infundado para muchos, pero seguramente real para la presidenta”, propició que durante algunas fases de la legislatura se ordenara que un guardia de seguridad estuviera a la puerta de su despacho. Es cierto que había otras connotaciones, como mantener el secreto de sus reuniones y alejar los oídos indiscretos a los que tanto temía la presidenta, pero también ese temor real a ser objeto de una agresión directa.

Finalmente, Montserrat y Triana se inclinaron por realizar seguimientos al aire libre, principalmente en el entorno de la vivienda de Carrasco, para esperar el mejor momento. Hubo días en los que la madre se pasó horas y horas en el Paseo de Salamanca. Subía y bajaba sin descanso por el paseo cercano a la vivienda, pero siempre pendiente de lo que ocurría en la puerta del inmueble en el que residía su objetivo.

En ocasiones, aquellas vigilancias dejaron de ser discretas, o prudentes. Todo lo contrario. Incluso una vecina del primer piso llegó a sospechar de aquella mujer (Montserrat) que siempre estaba enfrente del inmueble. Y sus sospechas se multiplicaban cuando llegaba una joven (Triana) y ambas permanecían inmóviles en la zona hasta desaparecer.

Era así con excesiva frecuencia hasta que en una ocasión la vecina que inicialmente pensó que aquella mujer era parte del servicio de seguridad de la presidenta de la Diputación multiplicó sus dudas. Y las dudas se convirtieron en temores y sospechas.

La presencia de esa mujer de mediana altura con el pelo negro y gafas oscuras pasó de dar una sensación de falsa seguridad, cuando se la identificaba como una posible escolta al servicio de un cargo público, a una alarmante sospecha. Tanta, que ante la presencia reiterada y los sospechosos movimientos la vecina decidió dar un paso al frente y resolver aquella cuestión.

Primero llamó en una ocasión a la policía asegurando que una mujer no paraba de vigilar el inmueble en el que residía, que éste era el mismo en el que vivía la presidenta del PP de León, y que quizá fuera una terrorista. La policía minimizó aquella información, aunque envió a una patrulla a la zona que no pudo identificar a la mujer al no encontrarse ya en el lugar.

De ahí que más tarde fuera aquella vecina quien decidiera personalmente dar un paso al frente y resolver las dudas que la atemorizaban de forma personal, enfrentándose cara a cara con quien levantaba tantas sospechas con su comportamiento.
"Finalmente me decidí y cuando ví que estaba allí bajé a la calle y le pregunté: '¿Hay algún problema? Si usted es de seguridad, bien; pero si no lo es llamo a la policía ahora mismo".

Montserrat, más tarde perfectamente identificada por la vecina como la mujer que vigilaba el inmueble desde la acera de enfrente a su vivienda, pidió disculpas y justificó la presencia con el argumento de que ella estaba allí esperando a una amiga que se retrasaba con frecuencia. A continuación, Montserrat evitó problemas y se marchó del lugar.

“Mi amiga trabaja aquí cerca y yo siempre la espero en el mismo sitio”, le vino a decir en aquella falsa disculpa que su interlocutora nunca terminó de creerse.

A partir de aquel día ambas se hicieron invisibles a los ojos del vecindario, pero seguían en la zona, estrechado el cerco sobre Carrasco, anotando sus movimientos y planificando un crimen finalmente ejecutado.

Si había un detalle relevante en aquellas vigilancias más tarde confirmadas es que la madre, cuando acudía al Paseo de la Condesa de Sagasta, siempre lo hacía con la mano metida en el interior de su amplio bolso. allí, con certeza, estaba el revólver que había adquirido en el mercado negro y siempre esperaba la oportunidad para poder usarlo y apretar el gatillo.
La policía sabe hoy que Montserrat tuvo la ‘tentación’ de “ir a por su objetivo” en un par de ocasiones, pero en ambas lo descartó por la elevada presencia de personas en la zona. Si algo tenía la asesina era paciencia para esperar el momento, para evitar riesgos y para conseguir que su plan de huida fuera ejecutable.

Que coincidiera la oportunidad y la determinación de dar un paso tan abismal era casi imposible, hasta que finalmente ocurrió.

Fue así aquel 12 de mayo, aquel soleado lunes en el que Montserrat, como en no pocas ocasiones, decidió pasear por la zona después de comer mientras acechaba la vivienda de Carrasco.

Después de tantas esperas, de tantas anotaciones y de tantos planos realizados durante no pocas madrugadas y desvelos la escena le permitía avanzar en sus planes. 

Montserrat intuyó el momento que tanto tiempo llevaba esperando cuando vio a Isabel Carrasco a escasos metros de distancia. Estaba sola, ni siquiera caminaba deprisa en esta ocasión y parecía tener la mirada perdida. Nadie la saludaba, nadie la acompañaba y avanzaba desde el portal de su domicilio hacia un callejón de única salida, la pasarela peatonal del río Bernesga.

Ni siquiera tuvo que meter la mano en el bolso. Siempre la tenía allí y siempre acariciaba con la punta de sus dedos la empuñadura del revólver que había adquirido en la clandestinidad. Ni siquiera tuvo que cargar las balas en el tambor porque si algo hacía cada día, antes de abandonar su domicilio, era recargar el arma.

Cuando Carrasco cruzó la calle su asesina era invisible entre las sombras de los frondosos árboles que pueblan ese paseo de la ciudad. Pese a todo, y por precaución, se giró para evitar que su mirada y la de su objetivo coincidieran. Unos metros más tarde ella era una cazadora detrás de una presa.

Tuvo tiempo para realizar una brevísima llamada a su hija, que estaba a unos metros de distancia en la misma zona y con la que tenía previsto encontrarse más tarde. 

Con las pulsaciones ya disparadas y como si le faltara aliento fue especialmente breve:

"La estoy viendo y voy a acabar con esto", le dijo.

150 pasos después Isabel Carrasco estaba muerta y con tres balas en su cuerpo. Era el desenlace a una enfermiza obsesión.