8 de noviembre de 2016

En la vida siempre hay fechas. Para todo; nacimientos, citas médicas, conciertos, la final del Mundial, el día en el que conocimos a nuestra pareja o cuando amanecimos los de La Virgen del Camino, a finales del siglo pasado, a orillas del Esla, en un sitio indeterminado entre Cabreros y Fresno de la Vega, tras una farra veraniega en Valencia de Don Juan. La resaca de las aguas se llevó la ropa de Manolo, que regresó al pueblo acariciando en toda su piel la tapicería del coche en una resaca compartida grupal ajena a la del río. Aquella fecha, desde entonces, nos quedó en el santoral de algunos, como una más, tatuada en la inmadurez de quienes nos sentimos señores con vello pero con las neuronas olvidadas entre los hielos, al fondo de los vasos de la noche previa.
Pero bueno, a lo que voy, que las fechas degluten los recuerdos y, a veces, se atrancan en la memoria con más dolor que la melancolía propia del paso del tiempo. El 8 de noviembre de 2016 es una de esas que me duelen. Y lo hacen en la distancia, en el pasaporte sin sello de unas emociones que me siguen (y a los míos también), en una historia que me niego a silenciar porque Ricardo, su protagonista, es tan parte mía como de los calendarios que se cruzan con los meses y las pesadillas desde entonces.
A algunos nos cuesta salir del refugio de nuestra narrativa, hecha a medida, con el calzador de los días discurridos en almanaques que memorizamos a una edad que siempre se mueve entre taras y lamentos. Llenamos de contradicciones nuestro andancio diario y nos creemos cuzos de esa realidad que manipulan quienes nos dirigen en sus desventuras, esa clase política estratificada entre los que aprietan la ubre y los que para sí mismos la llenan. Nosotros, a la expectativa, empapizados de mentiras, entrecallando lo que cuentan para creernos sus embustes.
Ricardo me duele
Y ahí duele, demasiado. Ricardo me duele, porque sigue aquí conmigo, con nosotros, no se ha ido. Pensar que lo ha hecho no sería justo por la historia compartida, pero, sobre todo, por lo que sostuvo mientras pudo, esa mirada que sentenciaba su vida aferrada a un ejemplo que de poco sirvió a los de la falacia fácil y el bolsillo harto, a los políticos. Porque hay que saber cómo fue, conocer cómo encogió, sin querer, su cuerpo, cómo se exigió con seguridad respuestas a unas preguntas que, en su soledad comunicativa, no se supo responder. ¿Por qué él? ¿Por qué a él? ¿Por qué así? Desde aquella noche de un martes de otoño todos los noviembres son más miserables.
Por eso, cuando me asomo de continuo a la palabra ELA se me agiganta la nuez en mi gorja. No me reconcilia con la vida imaginarme dentro del concepto, me asusta el acrónimo, me representa la vulnerabilidad que estrecha esa galbana emocional asociada a la impotencia de quienes demandan por una ayuda que otros les niegan. Hay una ley aprobada que sigue sin desarrollarse, una ley que da esperanza pero no ayudas, una ley que quedó bonita en la foto donde los políticos sacaron pectorales en su firma, una ley que viste de promesa las palabras y los actos que ahora algunos esconden en las gateras para que el flash no perjudique la foto.
Creo que todos tenemos un texto que firmar, una crónica que escribir, un sello que pulir para una eternidad que a los enfermos se les va entre los dedos sin llegar a sentirla porque la ELA y su guadaña hizo de su vida un compendio autogestionado de supervivencia.