El tiempo

Huyamos de los tontos

Ahora que elevamos el nivel de exigencia en las calles, que no en los votos, admiro el populismo con el temor arraigado de quienes no piensan...

Ahora que elevamos el nivel de exigencia en las calles, que no en los votos, admiro el populismo con el temor arraigado de quienes no piensan, de quienes se atollan en el lodazal de ideas de otros, de quienes evitan cavilar porque hacerlo necesita ejercicio mental. Es un gozo asistir, entre bambalinas morales tan distintas, a un desastre social que desvirtúa la esencia más básica de la que disponemos; el sentido común. ¡Manifestémonos! Por lo que sea, en contra de quien sea, por sentir ese sentimiento de pertenencia que nos hace seguir la linde, sin pisar el ramal, no vaya a ser que, como en los pueblos, no pasemos de mozo a vecino. 

Por eso, me desconcierta la habilidad de esos extremos, ahora pudientes de masa social -como los clubes deportivos-, para manejar con cuatro ideas malintencionadas la voluntad de quienes evitan tener el amor propio de pensar, un ejercicio que demanda una hacendera intelectual alejada de la realidad de otros. Me cautiva esa capacidad que alimenta a unos pocos con la ignorancia en grupo de encontrar oficio donde el beneficio es tan rastrero, donde algunos vanidosos obtienen medallas de importancia tras berrar sin sentido… y en Valladolid, como en Madrid, tenemos ejemplos con la firma al final del texto, con tinta o con pulgar, que algunos son tontos desde el desayuno.

Desde 700 kilómetros y la mirada distante

Escribo esto a más de 700 kilómetros de mi patria chica, a tiro de mapa de carreteras, entre los colores de aquellas provincias que crearon comunidades de artificio, una obra apocalíptica por sus consecuencias tan dañinas ahora, tras años de pesares y nombres de pesadillas, como aquellas hostias sin consagrar que esquivábamos en nuestra infancia del clero de la carretera de Oteruelo, aquel colegio donde te bendecían a sopapos por estrato social.

Porque entonces, en aquella transición, la ideología aparejaba aún el resquemor a la protesta, el amedrentamiento ante el qué dirán y la bofetada gratuita por levantar la voz o mantenerla a tono en contextos inapropiados. Y te hacías el tonto, sin ínfulas, evitando la inteligencia del beligerante, no fuera a ser que te consagraran las neuronas. 

León y su ismo

En fin, que León y su ismo, ese nombre como muralla ante el suicidio gubernamental que nos cercenan los pucelanos y nos hace desangrarnos en la capital del reino, sigue siendo el principio que yergue la doctrina a la que aferrarse en la desgracia, la que justifica la estirpe cazurra en la derrota, la que busca vindicarse ante políticos que han hecho de la oportunidad su razón de ejercer un oficio que cumplen sin salirse de la directriz marcada por la aijada regional (o nacional). Porque ellos mandan, ellos disponen, dicen quien bebe, dicen quien come, como la canción ronalda, aunque no haya sed ni paladar.

Y nosotros, invitados de balde a una función donde ya ni siquiera juntamos las manos y partimos la diferencia, donde somos la trata en su comercio, el sonido en su labia. Ya decía Castelao, hace décadas, que huyamos de los tontos, que no nos acerquemos a ellos, no vaya a ser que roben nuestra razón y nos transmitan su tontería. Pues eso, bien lejos.