No tiene corazón

El domingo pasado escuché en “A vivir que son dos días”, programa que me suele acompañar por su ecléctica temática, que habían trasplantado en Australia un corazón de titanio a un hombre de 40 años con insuficiencia cardíaca mientras esperaba un trasplante de uno de verdad, de los que palpitan, sufren, aman, permiten soñar… Cien días estuvo el paciente disfrutando de una inteligencia que, aunque de artificio, engendró su realidad como un terminator atemporal, buscando casar su origen en su nacimiento real, prehistórico atendiendo a la evolución celular de ese cuerpo que era suyo y ahora es ahijado de la ciencia. Recordad que en los textos que nos adoctrinan actualmente 4 décadas de vida es una galaxia lejana en una línea del tiempo tecnológica.
Adulterada para bien su breve historia, el hombre hizo centenarios sus días coronarios cobijado en un metal que llaman de transición, como si no hubiera sido ya demasiado el tránsito entre sus primitivos latidos que agonizaban y sus deseos de vivir. No quiero imaginarme, ahora que las noticias hablan de la importancia de estos minerales en regiones con tierras raras –desde Ucrania a Pontevedra-, lo que pelearían algunos por convertir en titanio pensamientos, gestos, ofertas de filetes de lomo en la carnicería del carreful o listines telefónicos. Da igual, por inercia pocos ya recuerdan estas guías alfabéticas que igual servían para golpear con sus lomos que para sostener las lámparas en mesitas a las entradas de las casas. En fin, el titanio, que no se oxida, y sus contingencias.
Curiosamente, el titanio buscó refugio en su génesis en su descubridor, un clérigo inglés que no dudaría ahora en pensar si fue antes el huevo o la gallina, si seguir las tesis bíblicas o la selección natural de Darwin. Llama la atención que fuera la fe y su amparo sobre la que se irguieron las fortalezas de algo tan resistente entonces al agua y al futuro. Un reverendo, William Gregor, escribiendo sobre los renglones con curvas de su Dios sin toparse con la Iglesia. Una locura entonces, supongo.
Llama la atención que fuera la fe y su amparo sobre la que se irguieron las fortalezas de algo tan resistente entonces al agua y al futuro
Y llega lo que me llena de perplejidad con este idioma tan retorcido de expresiones y maravilloso de significados que nos relaciona. No hay labor que más me preste para llenar en mi saco de aburrimiento que proyectar mis dudas sobre hechos tan consistentes. Este tipo de la tierra de los canguros habrá vivido atormentado en ese siglo de días en algún momento. Estoy seguro. Padecer en la espera de que llegue el órgano real debe ser como el amor entre los romeos, que se acaricia, se mantiene entre suposiciones y suspiros, y, al final, la vida misma te abofetea o te besa los labios.
La ambivalencia afectiva del amor llevada a su extremo. Valorar de esta forma la vida, cuando te han herido, tiene que costar si te sientes tan fuerte como el titanio que llevas
La ambivalencia afectiva del amor llevada a su extremo. Valorar de esta forma la vida, cuando te han herido, tiene que costar si te sientes tan fuerte como el titanio que llevas. ¿Quién te va a romper, entonces, el corazón? Un corazón de titanio para un titán, una esperanza para que el amor no duela en una comedia que se acaba. E igual, es posible que dejes de valorar sus latidos, asociadas a tus hiperventilaciones y sofocos, a las dudas ante un ritmo atroz de pulsaciones. Nadie, en definitiva, le va a quebrar el corazón ni la fibra sensible de algo que no tuvo.
A algunos nos quedará la nostalgia como herencia del pulso, la batalla viciada de la tensión -arterial y lingüística-, de lo que ofrecía la prosa en papel y la sangre alcanzando ritmo y velocidad en sus bombeos, quedará, al final, la tecnología que arbitra una identidad que nos abre el futuro y que encauza su travesía a un bulevar de esperanzas. El lenguaje gana adeptos y la vida se reconcilia consigo misma con el titanio como celestina, como una roca entre inseguridades donde algunos, mejor que sean pocos, cada vez tienen menos corazón.