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'et tu, Brute?'

Aunque no nos guste, a estas alturas creo que todos somos conscientes de que la mayoría de la gente tiene un precio- el poder, la ambición, el dinero, la posición social, el típico 'carguillo que se da a Juanillo'...

En la política, en la universidad, en las amistades, en la propia familia y en la vida en general, hay tres valores de los que, si tenemos suerte, vamos a disfrutar: el compromiso, la fidelidad y la lealtad. 

La RAE con sus definiciones es siempre esclarecedora.  

Nos dice nuestro principal diccionario que el compromiso es “la obligación contraída”, “la palabra dada”; por su parte, la lealtad es la “cualidad del leal” que, siguiendo la misma fuente, se identifica con quien “guarda a alguien o algo la debida fidelidad”, que es “fidedigno, verídico y fiel, en el trato o en el desempeño de un oficio o cargo”. Como cierre, la RAE define la fidelidad como “lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona” fe que sería “la confianza, buen concepto que se tiene de alguien.

A la vista está que estos valores circundan una misma realidad con pequeños matices. La concurrencia de compromiso, fidelidad y lealtad en los que nos rodean puede darnos grandes satisfacciones; eso sí, la falta de esos valores en aquellos con los que convivimos en nuestras diferentes facetas de la vida- la familiar, la profesional, la amistad...- es un claro foco de problemas y sinsabores y ello, fundamentalmente, porque tenemos la tendencia a sobreentender que a quienes elegimos, con quienes escogemos relacionarlos, disponen de ellos y no siempre es así.

Aunque no nos guste, a estas alturas creo que todos somos conscientes de que la mayoría de la gente tiene un precio- el poder, la ambición, el dinero, la posición social, el típico “carguillo que se da a Juanillo”...

No obstante, llegamos a esa conclusión- ciertamente interesada- porque consideramos que es lo que impone la lógica reciprocidad que les exige comportarse como nosotros lo hacemos con ellos, y porque lo contrario sería tener que asumir las pequeñas y hasta las grandes traiciones a las que, en algunos momentos y por diferentes motivos, todos nos hemos visto sometidos. 

Aunque no nos guste, a estas alturas creo que todos somos conscientes de que la mayoría de la gente tiene un precio- el poder, la ambición, el dinero, la posición social, el típico “carguillo que se da a Juanillo”..., todo ello juega a su favor- lo que hace que las personas (afortunadamente no todas), resulten   manipulables o corrompibles o lo que es igual susceptibles de convertirse en potenciales traidores o traidoras.  

 Ahora bien, por mucho que la condición humana avoque a ella, porque para quienes la lleven a cabo siempre hay una justificación, una excusa o una causa plausibles que les sirven para tranquilizar su conciencia, traicionar la lealtad debida es, en si misma, una de las acciones más execrables y que más definen a quien la comete. 

Todos tenemos interiorizadas las grandes traiciones de la historia que, por la trascendencia que tuvieron en algunos momentos, han permanecido en el imaginario colectivo como una de las llamadas más evidentes a desconfiar de cualquier semejante. Tanto es así, que las expresiones que utilizamos coloquialmente para definir a quienes cometen una traición derivan de estas grandes lecciones históricas. 

Este es el caso de la frase “puñalada por la espalda”- en su versión más popular, “puñalada trapera”- que se ha utilizado durante siglos para describir actos de traición inesperados y dolorosos, ataques súbitos y cobardes por parte de aquellos en los que se había depositado- no sin cierta ingenuidad- una confianza ciega. 

Y ello por no hablar de otra expresión popular, “el beso de Judas”, por cierto, muy bien traído en estas fechas de Semana Santa...

Quién no ha oído hablar del asesinato de Julio César en los Idus de marzo del año 44 a.C.  y la actuación de Bruto que- por la espalda o no- apuñaló a Cesar en una traición que ha quedado inmortalizada en la famosa frase que el imaginario popular atribuye al asesinado: "et tu, Brute?"; ciertas o no, estas tres palabras simbolizan la deslealtad más absoluta de aquellos en quienes más confiamos.

Y ello por no hablar de otra expresión popular, “el beso de Judas”, por cierto, muy bien traído en estas fechas de Semana Santa.  Según los Evangelios, Judas Iscariote, uno de los discípulos de Jesús, traicionó a su maestro con un beso en el Huerto de Getsemaní por treinta monedas de plata. Un vendido, que diríamos ahora. 

Este acto se convierte en el adalid universal de la deslealtad y el engaño en el que se evidencia la dualidad entre el amor y la traición con la plasticidad que supone la traición cuando surge de las personas más cercanas, de aquellos en los que más confiamos.

Por desgracia, la traición cursa con esa necesaria proximidad, es decir, quien mejor nos puede traicionar casi siempre está cerca de nosotros. Suele ser ese familiar, ese amigo o amiga, ese colega, ese colaborador o esa colaboradora, ese discípulo o esa discípula en quienes hemos depositado una íntima confianza sustentada en una relación de compromiso y fidelidad que, equivocadamente, nos hacía presuponer su lealtad, una lealtad que esa persona instrumentaliza y finge mientras le resultamos de utilidad, y que descarta cuando considera que ya nos ha sacado lo suficiente.  

Quien comete la traición rompe el vínculo que se había generado entrelazando los valores del compromiso, de la fidelidad y de la lealtad, y lo rompe de una forma definitiva porque la deslealtad nunca surge de forma espontánea; la traición se cocina a fuego lento y de ahí que resulte tan irreparable. 

Tengo claro que la lealtad representa el mayor grado de compromiso que, al fin y al cabo, es lo que debemos ofrecer a quienes nos rodean y, en contrapartida, lo que tenemos que exigirles por reciprocidad y para mantener unas relaciones interpersonales sanas y equilibradas. 

La deslealtad no es una situación reversible y desemboca en la mayoría de las ocasiones en una traición. Por ello, en todos los ámbitos de nuestra vida hemos de reivindicar el valor de la lealtad, que nunca hemos de dar por supuesta, porque actúa como el mejor antídoto de la traición.