El tiempo

Quiero ser como Ábalos

Leer tanto en los medios con tantas coincidencias entre la disparidad de sus orígenes, no nos puede llevar al desengaño...

Leer tanto en los medios con tantas coincidencias entre la disparidad de sus orígenes, no nos puede llevar al desengaño. Sin censuras parece que no hay disidencias. Tampoco sin presunciones de inocencia cuando se enumeran pruebas como quien cuenta alpacas antes de subirlas al remolque; los animales esperan, ansiosos, como lo hacen quienes desean dar rienda suelta a las intimidaciones que un día vertebraron los que hablaron de transparencia y soltaron miradas que atravesaron la suciedad de sus pensamientos acristalados. Pretendieron, siempre presuntamente, dar lecciones de dignidad velando en funerales donde siempre otras manos, no las suyas, clavaron la daga. 

Llevamos soportando a la prensa en sus páginas impares haciendo equilibrios verbales entre la sospecha y la certeza, domesticando emociones que, en cualquier otro contexto, nos harían reír de la vergüenza o morir de la pena, con el recelo de quien explota en carcajadas en nuestra cara y, por otro lado, languidece buscando empatía en un rostro triste implorando el perdón del desgraciado. Hasta para eso, nos engañan. Ábalos, ese personaje que ha pasado de la política a la farándula, no dejó nunca, siempre presuntamente, de mostrar la cara b de la marrullería de una administración que, en sus manos, parece que pasó de lo público a lo privado -y libertino-. Reitero, parece.

A muchos nos causó sorpresa por la forma, en un principio, más que por el fondo, aunque fuera una narrativa escrita en los bajos fondos de la moralidad. Ahora, presuntamente, las formas, en plural, nos han ofrecido un relato ante el cual Torrente imploraría por llevarlo al cine.

Parece, insisto, presuntamente, que tuvo la capacidad de inventar un mundo de jessicas donde el espanto guiaba sus disparates

El personaje, un día dignatario, pero hoy con peso específico en esa tabla periódica de políticos abyectos como un día fueron Griñán o Rato, llegó a poner al mismo nivel su desmesura y su razón para crear una ficción chabacana y zafia. Parece, insisto, presuntamente, que tuvo la capacidad de inventar un mundo de jessicas donde el espanto guiaba sus disparates, sobrepasando las líneas éticas más elementales para convertir un posible mito en la administración de todos en un ídolo de la España juerguista donde solo los cuñados soeces le idolatran cuando leen sobre Teruel, en esta segunda parte de una leyenda medieval coetánea a travesuras sexuales modernas. 

Con esa presunción de quien desconfía de unos principios deontológicos de los que fue mártir y ahora abjura, lo de este sujeto -elíptico, por omitir, como en la gramática, el nombre- es el prototipo que justifica entre gestos abatidos un modelo corrupto. Construye un perímetro de fronteras, al ritmo de koldos, aldamas y demás ejemplares, marcadas por la codicia, la lujuria y una identidad sin principios donde la supervivencia se ciñe a la inmoralidad más absoluta. Condiciona mucho en sus crónicas esas herramientas que le hacen alimentarse de los pesares de su abandono, esa atmósfera donde las jessicas y las otras eran la unidad de medida de lo que pudo ser y a quienes hipnotizó con prebendas ajenas.

Condiciona mucho en sus crónicas esas herramientas que le hacen alimentarse de los pesares de su abandono

Ahora mismo, su mañana le convierte en protagonista de cualquier escaleta donde la extravagancia y la necedad engullen de forma adictiva su cadáver político. Creo que, en este pasaje por los años, su vida encontró formas de ser miserable haciendo pedagogía de esa indigencia deshonesta. Presuntamente, siempre, presuntamente, su obituario social no recordará esos entornos hostiles que le han hecho mártir en esta España de folclore y pandereta. Algunos salivarán de la envidia por tomar parte de un modelo con el que soñarían; ideología de burdel, avaricia presupuestaria y ambición para ser como Ábalos, presuntamente leyendo esto, siempre con la presunción del inocente abofeteado por sí mismo.